lunes, 18 de abril de 2016

Una escuela aburridísima



El adolescente que fui sufrió un estigma que siempre me ha recordado al Daniel Pennac zoquete e inadaptado, que tan bien expuso en su interesante obra "Mal de Escuela". ( Aquí tienes también una presentación que resume bien las ideas del libro).

Yo no era mal estudiante, no, que tenía buenas notas, pero me aburría soberanamente con comportamientos que hoy  los que lo saben todo calificarían e de TDAH o más. El resultado era un 2 continuado en conducta y la advertencia a mis padres de que me expulsarían de seguir así (entonces solo era obligatoria la escuela hasta los 14 años). 

Mientras tanto, hacía pasillos esperando con miedo que pasara algún profesor y me dejara la huella de sus dedos en la cara o una herida de silbato en el cuero cabelludo. 

Y pasaban, ya lo creo.

Salí adelante y me hice profesor. 

Empecé, iluso ilusionado, tratando de aplicar prácticas y culturas profesionales que ya eran de una generación anterior: la que transmitían aquellos profesores que te provocaban y te hacían pensar. Querías ser como ellos.

Pero mis alumnos ya no eran como yo, eran de una o dos generaciones posteriores. Total: un mínimo de tres generaciones por medio. Casi nada. Lo de ver cómo lo hacían tus compañeros asistiendo a sus clases y ellos a las tuyas era tabú, un atrevimiento desestabilizador cuando lo planteabas en tu Centro.

Me salvó una particular forma de entender el egoísmo profesional: tratar de entender a mis alumnos, vivir mi relación con ellos como un reto: tenía que engancharlos y aprender y divertirme con ellos. Un horizonte inalcanzable, pero que tiraba de mí como una zanahoria de un conejo. Así, 35 años en la profesión más hermosa.




¿A dónde quiero llegar?. 

Sencillamente:
  1. La escuela, en su papel reproductor del conocimiento establecido, es profundamente conservadora.
  2. Las culturas profesionales, al contrario de lo que pasa con médicos y abogados, no se transmiten en horizontal y de forma sinérgica, sino en vertical y con varias generaciones por medio.
  3. Por eso la escuela fue siempre aburrida o aburridísima, al no responder a otras demandas que las del sistema fabril (disciplina, orden, pasividad y toque regular de sirena) incluso en sociedades que empezaba a ser postindustriales.
  4. La escuela de hace 40 años tenía a su favor dos argumentos que hoy ha perdido casi por completo:
    1. Era la fuente casi única de información y conocimiento.
    2. Tenía a los padres como aliados, no como abogados defensores.
  5. Cuando irrumpen los cambios de la revolución digital y con ellos se generaliza la sociedad de la información, la vieja escuela pierde el poco atractivo que le quedaba y se aferra al carácter coercitivo de la obligatoriedad, la nota y la titulación. 
  6. Los cambios son tan importantes y acelerados que los alumnos, auténticos mutantes en un modelo de escuela que ha quedado definitivamente obsoleto, solo tienen dos opciones: 
    1. Economizar fuerzas y sobrevivir con el tipo de esfuerzo que requiere el sistema (reproducción de los conocimientos transmitidos, generalmente de forma memorística), sabiendo que lo bueno, lo interesante, le está esperando al otro lado de los muros de esos espacios fabriles, grises y opacos. 
    2. Apostar por una de estas dos conductas según su temperamento: la del armario silencioso pegado a la pared, y la de la disrupción del pájaro casi sin alas que se pelea contra las paredes de la jaula.


Conclusión: Los adolescentes, además de las conflictivas mutaciones propias de la edad, son la primera fila de la gran mutación que se está produciendo estos años, y no encuentran suficientes faros y guías en la escuela para enfrentarse a los decisivos problemas sociales y culturales que se nos viene encima como civilización. 

Si la sociedad, las escuelas y los profesores no asumen ese reto, la enseñanza reglada y obligatoria solo será soportable para alumnos zombis. 

El que esto escribe, desde luego, sería un inadaptado, un elemento disruptivo sobre el que caerían todos los calificativos institucionalizados, protagonizando sesiones de evaluación, visitas a Jefatura, sesiones con el Orientador y fichaje permanente del castigo de la séptima hora.

A lo mejor el zombi soy yo, claro, aunque no como este colega que se las da de zombi para disimular su asqueo:


 

























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